lunes, 1 de junio de 2009

Giralda bañada en tierra

Con diecisiete años me fui a vivir a Sevilla y sólo aguanté cuatro meses. Interminables meses, aún me sorprendo al comprobar que sólo fueron cuatro. Fui a estudiar COU con la intención de poder conseguir luego plaza en la Facultad de Medicina. Pasé cuatro meses en un instituto público agradable, pequeño, de gente de barrio. No me adapté.

En Sevilla aprendí a fumar por aburrimiento. El recreo de media hora, sin amigas, era insufrible. Salía a la calle, me compraba una palmera de chocolate, un dónut, un Fortuna. Entonces se fumaba en los Institutos. Me apostaba en una esquina del patio, fumaba mi Fortuna y me imaginaba mayor e interesante. Hice una amiga, no recuerdo su nombre pero sí que era tímida y solitaria como yo. Hablamos de quedar alguna tarde para salir, pero nunca llegamos a concretar nuestra cita.

El camino al Instituto resultaba triste e ingrato. Me llenaba de tristeza aquel frío, el frío metido en los huesos. Charcos, barro, aceras sucias; atravesaba un par de urbanizaciones modestas, sucias y anónimas. El Instituto estaba al final de un solar, era de construcción reciente, era un edificio solitario. En mi clase me sentaba atrás, cerca de un chico rubio. Me centré en él por puro aburrimiento. Fantaseaba con él, hasta le dediqué poemas. No recuerdo su nombre.

Yo vivía en un séptimo piso, en una barriada al pie de la carretera. Vivía con una familia agradable y sosegada. Un matrimonio jóven con dos niños pequeños. Les tenía mucho cariño y me cuidaron muy bien. Por la noche yo le contaba cuentos a la niña. Ayudaba con la cocina, cuidaba al bebé, nos hacíamos compañía. Pero pasaba mucho tiempo sola en mi cuarto. Encerrada en mi cuarto, frente a la ventana. Estudiaba, leía, escribía poemas, lloraba.

Desde la ventana de mi cuarto veía el tráfico, ambulancias, camiones; veía los bares de enfrente, los talleres de mecánica. Muy lejos, la Giralda. La ciudad inmensa, inabarcable, sin final, sin horizonte. Una tarde empezó a llover tierra. El cielo de Sevilla bañado en tierra, la silueta terrosa de la Giralda, el cristal de mi ventana sucio de tierra. Así recuerdo Sevilla.

Así me recuerdo yo, bañada en fango, sucia y ahogada en fango. Tanto que me quedé muda y solo fui capaz de balbucear pidiendo ayuda. A finales de enero. Todos me ayudaron y volví a casa.

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